No es lo mismo libre que gratis, del mismo modo que no es lo mismo capital (financiero, social, simbólico, relacional) que capitalismo. Quizá la confusión surge por un problema cultural o de costumbre. Quizá sea consecuencia de la perversa vuelta de tuerca del libre mercado al que le salen muy rentables este tipo de confusiones. O quizá sea simple y tristemente, una cuestión de degradación de la condición humana, de lo miserable frente a la gestión procomunal de la miseria.
En este sentido, la aparente sensación de accesibilidad en el mercado a productos o servicios a un bajo coste (incluso 0€), no implica necesariamente libertad y desde luego, no supone que las cosas sean gratis, que no cuesten. El low cost, lo gratis, en el sistema de mercado capitalista lo es, porque esconde, en su reverso tenebroso, grandes trampas y externalidades. Por ejemplo, la implantación de estándares que han generado Windows, Mac o Google con sus sistemas operativos, programas o servicios; que viajar en avión sea más barato que viajar en autobús; o que te regalen un dispositivo tecnológico de alta gama al firmar un contrato de tarifa de datos; oculta tras de si nuevos modelos de negocio basados en la dependencia, la instrumentalización de la información y/o una despreocupación por las condiciones de producción y su impacto social y/o ambiental (derechos laborales, justicia social, obsolescencia programada, huella ecológica, etc).
Frente a esto, lo común, libre y abierto se plantea como alternativa (política, social y económica), que trata de activar la co-responsabilidad de las personas en la ideación, producción y distribución de productos y servicios que nos ayuden a pensar en un mundo más justo, en una vida que merezca la pena ser vivida. Una filosofía que apela a nuestra condición de ciudadan*s, de pueblerin*s y no a la de consumidor*s.
Pero quizá, el problema es que (ya) no somos capaces de co-responsabilizarnos en la producción y gestión de libertad. El capitalismo nos ha hecho (nos hemos hecho) seres dependientes, enfermos, que no valoramos la autonomía interdependiente, sino una falsa autosuficiencia disfrazada de libertad individual, a la que supuestamente accedemos a través del mercado (consumo de productos, experiencias, etc.). No queremos ser conscientes de la co-responsabilidad que supone vivir en libertad. De los derechos, pero también de las obligaciones. Así, confundimos lo libre con lo liberal, con lo desregularizado, con el acceso ilimitado y sin restricciones… Y además, pedimos a lo libre que funcione en la lógica del mercado capitalista (Libertad= Coste 0). O lo que es peor, exigimos a lo libre, por el hecho de (intentar) serlo, más que a cualquier otro producto o servicio. Pensamos, que nuestra única responsabilidad con lo libre, nuestra contribución, es consumirlo-utilizarlo, ni ‘comprarlo’ o invertir en ello, y desde luego, no cuidarlo, protegerlo, sostenerlo, desarrollarlo…
En el poco tiempo que llevamos trabajando en torno a lo común, libre y abierto, esta gran falacia ha ido constituyéndose como una de nuestras principales preocupaciones y/o conflictos. Una idea parasitaria que tergiversa y vampiriza lo libre; genera barreras tanto prácticas como simbólicas para su desarrollo; lo precariza y lo hace inviable, impracticable, insostenible.
Para tratar de afrontar este problema, podemos plantearnos una serie de cuestiones como por ejemplo: ¿Por qué la sociedad no valora lo común, libre y abierto? ¿Quienes trabajamos alrededor de todo esto no sabemos ponerlo en valor? ¿No queremos ser conscientes del valor y coste de las cosas? ¿Despreciamos el valor de uso porque en realidad no queremos hacer, sino que preferimos seguir pagando para que todo nos lo hagan? ¿Exigimos recibir pero no estamos dispuest*s a dar? ¿Seguimos esperando que todo nos lo resuelva el estado o el mercado y pensamos que nuestra función se limita a votar y comprar? ¿Qué y cuánto estamos dispuest*s a invertir en libertad?
Y a nivel práctico, debemos ser más conscientes de la situación en la que nos encontramos, en la que lo común, libre y abierto, es una opción marginal, contrahegemónica, muchas veces descalificada por su ingenuidad y/o ‘buenismo’ (¿qué podemos esperar de un mundo en el que tratar de hacer algo bien-bueno se convierte en un reproche?), e instrumentalizada y vaciada de significado por las propias dinámicas del mercado. Tenemos que medir mejor las expectativas y deseos que la gente vuelca sobre lo libre y abierto (que quizá no sean las mismas que las nuestras), y evaluar compromisos, comunidades reales, potencialidades y utilidades en torno a cada proyecto concreto. Ser radicales en la formulación de propuestas y modelos organizativos, de producción y distribución, de sostenibilidad. Afrontar sin miedo la realidad económica de nuestros proyectos, ser más conscientes de los costes de producción, del valor del trabajo, de lo monetizado y no-monetizado. Evaluar los retornos colectivos que ofrecemos, las formas de ponerlos a disposición, y si el valor que l*s demás perciben sobre ellos, es el mismo que nosotr*s les otorgamos. Hacer un mayor esfuerzo pedagógico y ser (algo) menos autocomplacientes. Y al mismo tiempo, tenemos que desacomplejarnos y creernos que en esos proyectos abiertos, reside un germen transformador, emancipatorio, comunitario y libertario. Un germen muy muy potente, del que debemos ocuparnos colectivamente, de modo co-responsable.